Imaginemos a quienes por primera vez, a mediados del siglo diecinueve, experimentaron la visión de su rostro sobre una placa metálica cubierta de vidrio, el daguerrotipo, como si se tratase de un espejo congelado. Esta ilusión de realidad, el truco de magia al que pronto se acostumbraron, y al que más de un siglo y medio después gran parte de la humanidad se haría adicta, llevaría como nombre fotografía.
Frente a una fotografía, sentimos la tentación de pensar que lo que vemos es una imagen que representa la realidad misma, un duplicado de esa realidad. En ese sentido dice Roland Barthes en su artículo El mensaje fotográfico (1961) que “…lo que la fotografía transmite es por definición la escena misma, lo real literal…”. Pero lo cierto es que la serie de decisiones que toma el fotógrafo para realizarla, puede alterar la realidad, modificarla, adaptándola a su visión personal, para así transmitir sus propias ideas acerca de esa realidad en particular y del mundo en general.
Lo que nos muestra el fotógrafo mediante la foto es su versión de la realidad y podemos suponer entonces que puestos a registrar una misma escena, habrá tantas versiones como fotógrafos. Entonces lo real no es tan real, ni mucho menos tan literal.
Si pensamos además, que quien observa también modifica lo que ve, según sus propias ideas, su conocimiento previo, o simplemente su interpretación de una imagen de la que desconoce su contexto, podemos afirmar entonces que la realidad que muestra la fotografía está doblemente distorsionada: por el fotógrafo primero, y por el observador luego.
La foto que nos ocupa nos muestra en contraluz a dos edificios ubicados en la city porteña: la torre corporativa obra del estudio MRA+A, construida en 2007, y el bello remate de la esquina que fuera sede de la Compañía Argentina de Navegación Nicolás Mihanovich, de 1912.
Ambos aparecen en un mismo plano, como si estuvieran enfrentados calle de por medio. He aquí una ilusión: los edificios están separados por doscientos metros. Sin embargo, los vemos fundidos por obra y magia de la fotografía, en un negro perfil urbano recortado sobre el cielo en el atardecer, erizado de antenas y delgadas torres metálicas.
El prisma de la Torre Galicia Central, se erige en el cruce de Reconquista y Perón, y la coronación de la esquina este del centenario edificio de oficinas obra del arquitecto Marcovich, asoma en el encuentro de la misma calle Perón con Leandro N. Alem.
Esta yuxtaposición en dos dimensiones de volúmenes separados en el espacio, fue lograda por medios fotográficos: la decisión de medir la exposición de la toma en el cielo y no en los edificios, produce el oscurecimiento casi a negro de éstos, impidiendo que aparezca en la imagen la información de luces y sombras que el observador necesita para producir la separación visual de los volúmenes, para entender la situación espacial real en que éstos se encuentran.
Este claro contraste entre dos edificios muy diferentes en muchos sentidos, separados por dos cuadras y por cien años de arquitectura, cercanos pero no contiguos, agudizado intencionalmente por el fotógrafo mediante la composición de la imagen y la técnica empleada para realizarla, intenta expresar visualmente el improbable diálogo urbano del que habla el título de este artículo, que es el mismo que el de la foto.
El autor de la fotografía, quien esto escribe, quizás intenta decir, o se pregunta: ¿Por qué esa torre, demasiado alta, sobresale, modifica y arruina el homogéneo perfil urbano de la ciudad? Intenta, tal vez, dar una visión crítica de Buenos Aires, de su crecimiento y sus cambios poco sanos, mostrando una imagen que sintetiza visualmente las distorsiones y las deformaciones que produce la presión del mercado inmobiliario, que alejan a la ciudad de la deseada belleza, de la esperable armonía urbana.
Esto es relativamente cierto, ya que si el encuadre de la foto hubiera sido más abierto, podríamos ver que hay otras torres tan altas a pocas cuadras de ésta, y además que muy cerca comienza el barrio de Catalinas Norte, donde el edificio de gran altura es norma y no excepción. Una visión más amplia, literalmente, nos permitiría ver que esa situación, repetida y aumentada, homogeneiza en cierta forma el perfil urbano, modificando así esas nociones de armonía y de belleza.
El recorte, el encuadre, es la primera de las decisiones que toma el fotógrafo. Y es lo que le permite, incluyendo algunos objetos y dejando otros afuera, dar una versión intencionada de una situación urbana como la que vemos en la foto.
El autor puede entonces expresar visualmente una opinión. En este caso y sin emitir palabras puede dar una visión crítica acerca de la ciudad y su crecimiento desmedido, hablar de la falta de regulación urbana imperante, o de la clara evidencia de las excepciones reglamentarias de las que hacen uso y abuso, para desgracia de los ciudadanos que la habitan y la recorren, las autoridades que administran o administraron sus destinos, así como las desarrolladoras inmobiliarias que pugnan por sacar agua de las piedras cometiendo actos de leso urbanismo.
Pero, claro está, todo esto lo piensa el autor, luego de ver la foto. La reflexión surge una vez procesada la imagen, abstraídos los colores, acentuados el contraste y el brillo. La idea aparece cuando la foto se revela. En el momento del disparo, el autor solo ve un juego formal entre luces y sombras, entre rectas y curvas, entre llenos y vacíos. Imagina una imagen que lo representa y le da placer registrar. En ese instante, solo ve una fotografía que lo satisface y que condensa su impulso expresivo.
Recién después, piensa.