Siempre me maravillaron las fotos aéreas de Mario Giacomelli (1925-2000), fotógrafo italiano de la segunda mitad del siglo XX. Claro que él sobrevolaba esos campos arados con una avioneta, asomando el lente por la ventanilla abierta, aguantando el viento y esperando el momento justo para hacer el disparo, encuadrando con la ayuda del piloto, muy temprano al amanecer o con los últimos rayos de sol de la tarde, para lograr esas sombras y contrastes que definen las formas que los surcos van dibujando en el campo sembrado. Contrastes extremos logrados entre la exposición de la toma y los químicos y el tiempo de revelado en el cuarto oscuro. O peor aún, lo imagino en un biplano sin cabina, con el viento en la cara manipulando su cámara de formato medio. La fotografía era entonces una actividad no exenta de épica.
Cuando descubrí esas fotos, a mediados de los noventa, no imaginaba que años después iba a poder hacer volar una camarita intentando emular esas búsquedas visuales de Giacomelli.